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Médico y papá

Mi nombre es Enrique, tengo 33 años de edad y soy médico. Cuando Ady decidió estudiar la Especialidad de Educación Perinatal haciendo honor a la verdad no sabía siquiera de qué se trataba. Nunca, ni en la escuela ni en ningún hospital me enseñaron nada relativo a dicha área, por lo que en mi ignorancia supuse muchas cosas, pero nada sabía de cierto. Al llegar al quinto mes de gestación e iniciar tomar el curso de psicoprofilaxis con Lupita, comencé a entender cada vez más todo lo que Ady se había esforzado tanto tiempo en explicarme, pero que debido a la cerrazón adquirida de que somos víctimas todos los profesionales de la medicina nunca acepté. Durante las clases surgían dudas y cuestionamientos y por deformación profesional siempre quise intervenir, aclarar dudas a los participantes y exponer mis teorías, detallarles la fisiología y el porqué de cada cosa. Sin embargo, en vez de ello decidí callar y observar el desarrollo de cada sesión y el comportamiento del grupo, y entonces entendí que todo estaba en llevarnos por esa experiencia más allá de la doctrina científica-tecnócrata y que estaba encaminada al aprendizaje de lo que fue hace mucho tiempo y que fuimos olvidando en pos de la tecnificación del médico. Entendí entonces que cualquier comentario “técnico” estaba de más y era mejor escuchar las preocupaciones de las parejas, sus miedos y sus creencias, de las cuáles aprendí (por cierto) mucho más que en cualquier aula de cualquier hospital de ginecología.

Y es que básicamente me introduje de nuevo en la búsqueda de una verdad que siempre ha estado ahí pero que, de alguna manera y desde hace muchos años, alguien con una visión empresarial impresionante tecnificó y tornó intervencionista, convirtiendo un evento magnífico y natural en algo horrible. Leí (otra vez) la Obstetricia de Williams, investigué en Internet, conocí a Lamaze, conocí a David Chamberlain y su Mente del Recién Nacido, leí más de una vez Giving Birth with Confidence de Judith Lothian entre muchos otros textos y me dí cuenta de la gran canallada que vive la mujer actual: un parto (que debería ser tranquilo, natural y hasta placentero) nosotros lo hemos convertido en un evento doloroso, estéril a los sentimientos, plagado de culpas, de sinsabores, de alejamientos y de frío. Lejos de su esposo, la mujer en trabajo de parto permanece aislada, indefensa, vista como enferma y con necesidad de ser atendida. A mi mente acuden imágenes de tantos partos que yo mismo atendí y en ninguno de los cuáles pude ver la luz en los ojos de la madre como los ví en los de mi esposa, ni el destello de vida y dulzura en la primera mirada que un bebe le regala a sus padres.

Baste decir que, escéptico todavía, al iniciar el trabajo de parto de Ady traté de apoyarla (¿doulear, quizá?) tal y como ella me enseñó, y noté su calma, su respirar y el beneficio que traía en cada contracción. Al ir manejando rumbo al hospital llegué a pensar que en determinado momento debería detener el auto y comenzar a atender el parto de mi bebé. Llevaba todo lo necesario, guantes, sábanas estériles, onfalotomo, tijeras quirúrgicas, frazadas, ambu, tubos endotraqueales y larigoscopio, y lo llevaba a mi lado viéndolo de reojo rogando no tener que usarlos. Jamás voy a olvidar la valentía de mi esposa, su entereza y las agallas para no pedir un bloqueo epidural, su parsimonia y su carácter fuerte, dueña de la situación, su ambivalencia entre tranquilidad e incertidumbre disfrazada de un rostro adusto pero feliz, ni sus enormes lágrimas sin llanto que rodaban mejilla abajo durante cada contracción.

Cuando por fin Andrea nació, su mirada viva, su carencia de llanto y su apego inmediato al pecho hicieron que ella olvidara el dolor y para mí fue el momento más feliz de toda mi existencia. Sorprendido todavía estoy que a Ady no se la haya colocado ni siquiera una línea endovenosa “para mantener vena permeable”, de que haya entendido innatamente a tal grado su rol que tomara la batuta y dirigiera la orquesta de principio a fin, y de que ella controlara a libre albedrío todo el evento. Increíble que Andrea no llorara como suelen hacerlo todos los bebés que hasta ahora había visto nacer, de que no le fuera cortado el cordón umbilical de inmediato, de que no requiriera con urgencia una cuna radiante, ni ser alejada de nosotros, ni intervenida por manos extrañas a los pocos minutos de nacer.

La riqueza de mi experiencia la valoro en dos sentidos, como médico y como papá. Como médico he entendido la importancia de no separar al binomio madre-hijo, de la lactancia materna, del apego inmediato, de la no intervención, pero lo más importante, he aprendido a abrir mi mente a todas las tendencias, a todas las alternativas y a todas las opciones ya que por divergentes que parezcan siempre tienen algo que ofrecer. Como papá estoy eternamente agradecido por ésta magnifica oportunidad y no puedo menos que dejar constancia con éste escrito de mi admiración y respeto a todas aquellas personas que se esfuerzan día con día no solo en los hospitales, sino también en los centros de salud, en las comunidades rurales y en la sierra por seguir haciendo del parto natural el mejor modo de venir a éste mundo.

Gracias a Lupe por sus enseñanzas sin las cuáles estaríamos perdidos, a José Luis por su paciencia y excelente trabajo como ginecólogo, al staff del hospital por su apoyo y atenciones, a Horacio por adoptar a mi hija como paciente, a mi abuela Alicia (quien tuvo 5 hijos y todos en su casa) por los sabios consejos para Ady y especialmente gracias a Dios por regalarnos la maravilla de la naturaleza, la experiencia de la paternidad y por demostrarnos con Andrea que aún tiene fe en éste mundo.

Enrique.


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